Los brillantes y azulados ojos de la niña se mantuvieron fijos y absortos en el gigante individuo que se inclinaba hacia ella. El alto sombrerero se toció hasta la pequeña y sonrió con sus dientes filosos.
—¿Qué me has traído, chiquita? —preguntó girando su sombrero de copa junto con su cabeza. Estaba ansioso de conocer los nuevos y macabros materiales que tendría para confeccionar nuevos sombreros.
Ella estiró su mano y le entregó una diminuta caja de aretes, esta goteaba un espeso líquido carmesí. Para la inocente niña, los ojos de su muñeca y colorante comestible con aceite sería suficiente para que el sombrero dejara de pedir los suyos.
Por RAFAELLA IGNACIA